María

Era mediodía en el cielo. Ana, suavemente, accionó el picaporte de la amplia y desgastada puerta de nogal y entró en el templo. Todo estaba en silencio. Caminó despacio por la nave central hacia el transepto donde se encontraba la iluminación cenital. Un colorido múltiple la acompañaba desde las vidrieras laterales.

Ya en el crucero, alzó su mirada hacia el cielo. En ese momento, su alma salió de su cuerpo y se elevó, entre piruetas, trepando a través de los rayos solares, hasta llegar a lo más alto del cimborrio. Allí, junto a cientos de almas juguetonas, recorrió los ocho brazos de la majestuosa estrella mariana, jugando con la luz que los numerosos vidrios permitían filtrar para mostrar todo el arte que la mente humana ha sido capaz de crear para la gloria divina.

Junto a aquellas almas vio gozar a la suya como si fuera un ángel más, como un anticipo de la dicha eterna. Se sintió alegre y feliz.

De pronto, una punzada de dolor atravesó su corazón. El alma volvió a su cuerpo al instante. Ana bajó su mirada hacia el frente. En el centro del hermoso retablo, un farolillo hacía brillar una pequeña imagen plateada que lo presidía. Era Ella, a quien rezaba cada día, con su Hijo en los brazos.

Ana juntó sus manos, al tiempo que una lágrima recorría su rostro y su boca se esforzaba por mantener una sonrisa, y exclamó:

─Nunca me has fallado, María. Te lo pido una vez más, salva a mi hijo.

Dos meses después, aquella joven madre, sonriente, abandonaba el hospital de Burgos con su hijo en brazos. Había superado la leucemia.

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