Dos mujeres

El chico no estaba mal. Era alto, bien parecido y, por lo que contaban sus amigos, buena persona, inteligente y alegre. Vamos, el que toda madre desearía para su hija. Amando, que no era tonto, pronto se dio cuenta de su éxito con las féminas y, haciendo honor a su nombre, se empleó a fondo en conquistar a tantas como pudiera. En cuanto tenía ocasión, les soltaba frases cursis y empalagosas, y nunca fallaba:

─Esos dos luceros que me miran, me hacen soñar. Y mi sueño preferido es perderme en el bosque de tu pelo.

Se sentía un don Juan. Pero sus famosas conquistas terminaron el día en que Selina, la chica más guapa de Miranda de Ebro, le guiño el ojo. Amando, perdidamente enamorado, cayó rendido en sus brazos y, de rodillas, le declaró su amor eterno:

─Eres mi más bella musa. Te amo. Nunca más volveré a mirar a ninguna otra.

Y ella, halagada, le correspondió de la misma manera, prometiendo amarle siempre.

Coincidió que, a los pocos meses de ennoviarse, fue admitido como conductor de Renfe, tras superar las pruebas correspondientes. Desde niño, los trenes eran su juego preferido, su mayor ilusión. Le iba a encantar aquel apasionante trabajo. Podría viajar y conocer ciudades diferentes, Bilbao, Zaragoza, Madrid, Barcelona… y tantas otras. Admiraría sus monumentos, disfrutaría de sus paseos, visitaría sus museos, sus mercadillos… Y a su regreso, todo se lo contaría a Selina, emocionado. Era muy feliz.

Todo ocurrió… de otra manera. En este tipo de empleo, los días de fiesta tienes de trabajar y cuando puedes descansar, los demás tienen que trabajar. Cada vez le era más complicado quedar con su novia Selina, oficinista en Fefasa, que solo libraba los fines de semana, justo cuando Amando conducía los trenes de largo recorrido. Poco a poco, sin nada que lo remediara, aquel amor perdería su condición de eterno.

Muy a menudo, le tocaba compartir tren con Marta, otra conductora de trenes de su edad, natural de Logroño y recién casada con el hijo de un importante empresario.

Morena, seductora, de grandes ojos negros y con una sonrisa permanente. El destino pronto jugó sus cartas. Los dos se quejaban de sus horarios y ambos, rápidamente, pusieron remedio a sus males. Disfrutarían de las estancias en las ciudades… juntos. Y ambos eran puro fuego.

Llegaban a una ciudad y ya no salían del hotel. Dale que dale. Lo mantuvieron en secreto, pero solo por un tiempo. El azar quiso que el padre de Marta, comerciante de maquinaria agrícola, tuviera como cliente al padre de Selina y, tras venderle un cortacésped, quiso invitarle en un bar. Orgullosos de sus hijas, hablaron de ellas:

─La mía, Marta, está recién casada. Es conductora de Renfe y está muy contenta.

─¡Anda, qué casualidad! Pues la mía, Selina, tiene un novio que es conductor de Renfe. Se llama Amando. Se la ve feliz con él y se van a casar pronto.

Después comprobaron que hacían los mismos recorridos, las mismas líneas de tren, el mismo trabajo… debían conocerse. Al comentárselo ambos a sus hijas, empezó a complicarse la cosa. Selina se puso nerviosa y se mostró celosa y cabreada. Por otro lado, al ver lo colorada que se puso Marta cuando su padre le habló de Amando, imaginó lo que pasaba y todo se torció. A base de insistir, Marta lo confesó: estaban juntos. El padre de Marta, tras prometer que no se lo contaría a nadie, le gritó:

─¡Desvergonzada! ¡Recién casada y haces esto! ¡Pero yo lo voy a arreglar! Juro que, en cuanto agarre al tal Amando, le cortaré sus vergüenzas con una motosierra.

Selina, a su vez, consiguió que Amando confesara su infidelidad y amenazó con contárselo a los padres de ambos si no se iba lejos de Miranda de Ebro.

Así que Amando tuvo que solicitar con rapidez un cambio de destino. Tuvo suerte de escapar a tiempo y consiguió un traslado a Cádiz.

Mientras viajaba hasta allí, se acordaba de sus “dos mujeres” y se repetía:

“Nunca más viviré de esta manera.

No puedo cometer tal desatino de tener dos mujeres como amantes.

Nunca más dañaré a quien me quiera.

No debo confiar en el destino, si no quiero sufrir sendos desplantes”.

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